viernes, 4 de diciembre de 2015

ARTEMISA GRIEGA, DIANA ROMANA

LA DUEÑA DE LAS BESTIAS, CAZADORA Y CASTA.




Artemisa, diosa bella, casta y virgen, arisca, orgullosa y cruel, era la hija predilecta de Zeus y hermana de Apolo, al que ayudó a nacer. Fue nombrada por las Parcas patrona de los partos, y que su madre Leto la parió sin dolores. Se la considera la diosa de la Naturaleza en estado puro y habita en los bosques.

La Artemisa de Éfeso era diferente de la diosa tradicional; en vez de negarse al amor, se ofrecía a él sin ataduras, y alimentaba, gracias a sus múltiples senos llenos de leche, a los hombres y a la Tierra.





En estos textos clásicos podemos hacernos una idea de la diosa Artemisa y a la vez, deleitarnos con su lectura:
Canto a la tumultuosa Ártemis, la de áureas saetas, la virgen venerable, cazadora de venados, diseminadora de dardos, la hermana carnal de Apolo el del arma de oro, la que por los montes umbríos y los picachos batidos por los vientos, deleitándose con la caza, tensa su arco todo él de oro, lanzando dardos que arrancan gemidos. Retiemblan las cumbres de los elevados montes y retumba terriblemente el bosque umbrío por el rugido de las fieras. Se estremece también la tierra y el mar pródigo en peces. Pero ella, que tiene un ardido corazón, se dirige de un lado a otro, arruinando la raza de las fieras.
Y cuando se ha complacido la diosa que ojea las fieras, la diseminadora de dardos, y ha deleitado su espíritu, tras aflojar su flexible arco, se dirige a la espaciosa morada de su hermano, Febo Apolo, el espléndido pueblo de Delfos, disponiendo allí el hermoso coro de las Musas y las Gracias.
Tras colgar allí su elástico arco y las saetas, dirige los coros, iniciando el canto con encantador aderezo sobre su cuerpo.
Y ellas, dejando oír una voz imperecedera, celebran a Leto, la de hermosos tobillos: cómo parió hijos, con mucho los mejores de los inmortales por su voluntad y sus hazañas.
¡Salve, hijos de Zeus y Leto, de hermosa cabellera, que yo me acordaré de vosotros en otro canto!




Ovidio, Metamorfosis III, 152-252

Había un valle consagrado a Diana, la de corto vestido, en cuyo más apartado rincón hay una gruta. A la derecha murmura un manantial de delgada y límpida corriente. Aquí solía la diosa de las selvas, cuando estaba fatigada de la caza, bañar en el cristalino líquido sus miembros virginales.
Cuando llegó allí, entregó a una de sus ninfas, que cuidaba sus armas, la jabalina, la aljaba y el arco destensado; otra recogió en los brazos el vestido que la diosa se ha quitado; otras dos le desatan el calzado; y, más diestra que aquellas, la Isménide Crócale reúne en un moño los cabellos que caían sueltos por el cuello de la diosa, bien que ella misma los llevaba flotantes.
Sacan el líquido Néfele, Híale y Ránide, así como Psécade y Fiale, y lo vierten de sus voluminosas urnas.
Y mientras allí se baña la Titania en sus aguas acostumbradas, he aquí que el nieto de Cadmo, errando a la ventura por un bosque que no conoce, llega a aquella espesura. Tan pronto como penetró en la fruta las ninfas, al ver un hombre, desnudas como estaban, se golpearon los pechos, llenaron de repentinos alaridos todo el bosque, y rodeando entre ellas a Diana la ocultaron con sus cuerpos;
pero la diosa es más alta que ellas y les saca a todas la cabeza. El color que suelen tener las nuebes cuando las hiere el sol de frente, o la aurora arrebolada, es el que tenía Diana al sentirse vista sin ropa. Aunque a su alrededor se apiñaba la multitud de sus compañeras, todavía se apartó ella a un lado, volvió atrás la cabeza, y como hubiera querido tener a mano sus flechas, echó mano a lo que tenía, el agua, regó con ella el rostro del hombre, y derramando sobre sus cabellos el líquido vengador, pronunció además estas palabras que anunciaban la inminente catástrofe:
“Ahora te está permitido contar que me has visto desnuda, si es que puedes contarlo”.

Y sin más amenazas, le pone en la cabeza que chorreaba unos cuernos de longevo ciervo, le prolonga el cuello, le hace terminar en punta por arriba sus orejas, cambia en pies sus manos, en largas patas sus brazos, y cubre su cuerpo de una piel moteada. Añade también un carácter miedoso; huye el héroe hijo de Autónoe, y en su misma carrera se asombra de verse tan veloz. Y cuando vio en el agua su cara y sus cuernos, “¡Desgraciado de mí!”, iba a decir, pero ninguna palabra salió; dio un gemido, y éste fue su lenguaje; unas lágrimas corrieron por un rostro que no era el suyo, y sólo su primitiva inteligencia le quedó.
¿Qué podría hacer? Mientras vacila, lo han visto los perros. Toda la jauría lo persigue, ansiosa de botín, por rocas y peñascos, por riscos inaccesibles, por donde el camino es difícil, por donde no existe camino. Huye él a través de parajes por los cuales muchas veces había él perseguido, ¡ay! Huye de sus propios servidores. Anhelaba gritar: “Yo soy Acteón, reconoced a vuestro dueño”. Pero las palabras no acuden a su deseo; atruenan al aire los ladridos. Por todas partes le acosan, y con los hocicos hundidos en su cuerpo despedazan a su dueño bajo la apariencia de un engañoso ciervo. Y dicen que no se sació la cólera de Diana, la de la aljaba, hasta que acabó aquella vida víctima de heridas innumerables.




martes, 12 de mayo de 2015

LA DANZA SAGRADA DE SALOMÓN.

Bajando los peldaños, lentamente, lentamente.






Cuando Balkis apareció así vestida, con el vestido de color amaranto sutil como
aire tejido, el rey Salomón se levantó de su trono. Y todas las mujeres se
volatilizaron y desaparecieron como el humo. Y solamente Balkis permaneció en
el centro de la gran tienda real. Y Salomón descendió lentamente el primer
peldaño del trono. Y su exaltación era el secreto de su pecho. Y dijo: «Oh
perfecta en tus miembros, a causa de la presencia de mi Dios, has de saber que
mi padre David danzó delante del Arca santa. En cuanto a mí, danzaré
alrededor de ti. Pues tu ser es tan sagrado como el Arca; y, más que ella, tu
cuerpo es la casa de los misterios de mi Dios». Después descendió el segundo
peldaño, y dijo: «Oh semejante a un capullo de flor, tú que tienes, en torno a la
oreja, el color de la rosa. Has de saber que es la ley de amor la que hace girar a
las esferas y hace, así, gravitar el amor en el espacio. Y cuando el viento de
amor viene a soplar sobre la tierra, los seres humanos danzan como los astros y
los muertos sacan la cabeza de las tumbas para danzar». Y cuando estuvo sobre
el tercer peldaño, dijo: «Oh tú cuyos cabellos de jacinto se enrollan en bucles
redondos como el fruto del avellano, has de saber que la embriaguez de amor
está en la base de la fe que place a mi Dios, y que la pasión es madre del éxtasis,
y el éxtasis, madre de la danza. Permite a tu amante danzar en torno a la amada.
Daré vueltas a tu alrededor, lentamente, lentamente, como la mariposa,
lentamente, lentamente, según el rito del amor, lentamente, lentamente».
Dijo esto, y acto seguido reinó una claridad de ensueño, como en una noche
lunar. Y descendieron las notas de una música sobre un diapasón tenue como un
cabello de cristal. Y, a los sones de esta música del infinito, el danzante sagrado
se extasió. Con los brazos extendidos, una palma girada hacia el cielo en el gesto
que recibe, y la otra vuelta hacia la tierra en el gesto que da, con la cabeza
inclinada sobre el hombro derecho como sobre una almohada de nube, con los
ojos cerrados, el rey Salomón danzó. Rostro del extramundo, cuerpo bogante en
un océano de éxtasis, sombra de un soplo parecía hacer girar sobe su eje, sin
ruido ni sacudidas, danzaba, y los pies ya no tocaban la tierra más que con la
punta de los dedos. Y parecía, con su vestido abierto y ondulante, la flor en su
cáliz, el pájaro en sus alas, el surtidor que no se separa completamente de su
madre. Y danzaba alrededor de la esposa con las pestañas bajas; y giraba así, de
izquierda a derecha, en el mismo sentido que las rondas solares. Y siete veces
giró, mientras la nota invariable de cristal, gota a gota acompañaba, en una
medida de cinco, y a contratiempo, un canto sufí.
Y cuando hubo girado de este modo siete veces, el danzante sagrado, llegando
justo delante de la esposa, se detuvo bruscamente. Y sus brazos estaban ahora
cruzados sobre su pecho, con las manos sobre los hombros. Y su vestido había
caído en espiral alrededor de sus piernas tranquilas. Y se inclinó profundamente
ante Balkis, y luego a su izquierda, y luego a su derecha. Y, andando hacia atrás,
se apartó. Y, poco a poco, volvió a subir a su trono. Y de este modo se efectuó el
rito solar del éxtasis del amor.

LA REINA DE SABA VISITA A SALOMÓN.

EN ETIOPÍA LA LLAMAN MAKEDA.




«Hubo una vez un rey que gobernaba un reino llamado Etiopía, que se
extendía sobre todas las regiones africanas comprendidas entre Egipto y
el océano Índico, así como sobre Saba al otro lado del Mar Rojo. Creía
en un único Dios y estaba descontento de ver a su pueblo ofrecer
sacrificios a una multitud de dioses, el más horrible de los cuales era una
enorme serpiente que devoraba a los hombres. Un día, con la ayuda de
un sabio que había instruido al rey sobre el monoteísmo, hizo ingerir un
veneno a una pieza de ganado que debía ser presentada a la serpiente,
mostrando así que no se trataba de un dios sino de un animal mortal.
Cuando el rey de Etiopía vio próximo su fin, presentó a su hija Makeda
para sucederle y fue coronada Reina de Saba. Era una mujer que
destacaba en belleza y sabiduría. Makeda decidió visitar al rey de Judea
de quien su padre le había hablado. Los dos soberanos intercambiaron
regalos y mensajeros; Makeda quedó fascinada de la sabiduría de
Salomón, y éste de su belleza. Salomón quería ser el padre de uno de los
hijos de Makeda pero ésta le rechazó. Un día Salomón le hizo prometer
que si ella cogía lo que fuese de palacio sin su autorización ya no podría
oponerse a sus propósitos. Una tarde Salomón hizo servir una cena muy
salada y con especias, se retiró y se escondió en la habitación de
Makeda. Hizo poner un jarro de agua clara y un vaso cerca de la cama
de Makeda. Hacia medianoche Makeda se despertó torturada por la sed
y se sirvió un vaso de agua. Entonces el rey salió de su escondite y le
dijo: “Te he sorprendido cogiendo algo que no te pertenece sin mi permiso; 
recuerda tu promesa".
Al día siguiente, Salomón le dio un anillo
pidiéndole que se lo diese en su nombre a su hijo si tenía uno.
 Nueve meses más tarde, después de su regreso al país,
 ella tuvo un hijo. Cuando hubo crecido la reina
 le envió a casa de su padre.
 Éste le reconoció como a su hijo y completó su educación.
 Después le envió a Etiopía ofreciéndole las Tablas de la Ley donde figuraban los diez
mandamientos».



Una larga tradición oral transmitió la leyenda, mezclándola con otras
fuentes existentes desde el siglo VI como las Revelaciones del Pseudo-
Método43, hasta llegar a una versión escrita en gueze por los amhara en el
siglo XIV con el título de Kebra Nagast (La Gloria de los Reyes)44. Al
cabo de los siglos el Kebra Nagast se ha convertido en la fuente escrita
más importante sobre la leyenda, a pesar de que desconocemos su autor y
de ser un texto con una muy compleja unidad literaria.

domingo, 10 de mayo de 2015

SALOMÓN DESCUBRE EL REINO DE SABA

LA ABUBILLA DE SALOMÓN LE RELATA EL VIAJE.




Y la Abubilla Yafur fue introducida en las tiendas, en presencia del Señor
brillante sentado en su trono de esmeralda. Y ella se acercó, con la cabeza gacha,
el aire humilde, el ojo sumiso y arrastrando las alas. Pero su alegría estaba en su
pecho, y era una alegría muy grande. (…). Y la Abubilla, a una señal del Rey,
habló diciendo: «¡Oh mi Señor, mi excusa es válida!». Luego fortaleció la voz y
dijo: «Cuando llegamos a este país, observé, hacia el Sur, unos jardines
silenciosos, por la mañana, ricos de ríos de rápida corriente, de frutos y de
olores. Y su llamada era invencible, y mi alma se llenó de deseo por ellos. Y
partí volando, llena de ebriedad. Y entré en la ciudad de Saba, ciudad capital,
en medio de montañas. ¡Oh las montañas y sus pájaros!. ¡Oh voz dulce de los
rebaños!. ¡Oh jardines en los que me detuve, en el corazón de las plantas
aromáticas!. Pero, en una rama de un verde muy oscuro, me encontré con mi
hermana Anfu. Y después de las salutaciones por parte de una y otra, de los
votos y las frases, Anfu me dijo: “¿De dónde vienes, oh Yafur, feliz esclava de tu
señor? ¿Y adónde vas?”. Le dije: “Vengo, con el Rey de los horizontes, del reino
de Judea, y voy con él hacia su destino. Pero tú, oh hermana mía Anfu, ¿qué
haces en medio de estos jardines deslumbrantes de Mareb y de todos estos
pájaros cantores? Me dijo: “Soy la bienaventurada sirvienta de Balkis, de
largos ojos blancos y negros, aquella cuya cabeza es exaltada entre las realezas
de la tierra”. Dije: “Oh Anfu, yo no conozco a tu señora”. Ella dijo: “Es la
aurora sobre el país y la luz de nuestras miradas. Ven conmigo, oh hermana mía
Yafur, y no sabrás ya en qué lugar del mundo te encuentras. Ven, y tu hígado se

alegrará a la vista de Balkis.








Y de este modo podrás hablar de ella, como corresponde, a tu señor, y harás que dance su corazón”. Y yo y mi hermana
Anfu atravesamos lentamente los jardines. ¡Ah región de Saba, tierra excelente!
En ella hay fuentes, manantiales, muchos, muchos. Hay en ella higos, uvas y
limones dulces, muchos, muchos, y albaricoques de dos en dos, y melones cuya
carne tiene cuatro manos de espesor, y todos los frutos que procuran placeres y
goces lícitos, muchos, muchos. Hay en ella rosas de sensata pétalos y, en su
extremo oriental, hay incienso. Y llegamos ebrias de olores a Mareb, residencia
de Balkis, y nos dirigimos a su palacio. Y entramos en él arrebatadas. Y,
atravesando siete puertas, penetramos dulcemente en el séptimo apartamento,
que era como la violeta. Y nos posamos sin ruido y discretamente, en la sombra
de la sombra, de forma que viéramos sin ser vistas. Y vi (¡oh visión entre las
visiones!) en un trono de plata de treinta codos de altura, detrás de una gran cortina del color de los mares cuando son profundos, a la Faraona adolescente,
sola con su belleza de dieciséis años. Y era una belleza que uno no se cansaría
de mirar. (…). ¡Por ver tus dos ojos hechiceros semejantes al loto, tu rostro que
confunde a la rosa, tu boca cofre de perlas, las abejas rojas de tus labios, la
sonrisa olvidada en tu comisura, el lunar de almizcle negro, adorno de tu
mejilla, estoy lanzando estos suspiros! ¡Y por ver el hálito precioso de la vida
levantando tan dulcemente tus dos senos nacientes, adorno de tu pecho! ¡Y tu
cuerpo, milagro de candor, y tu cintura de niña, misterio de la gasa y las
sederías!. ¡Y tú misma, más armoniosa que todo un coro de danzarinas! ¡Mira
mis lágrimas y mi espíritu quemado en el Sahara de la pasión!». Y la Abubilla,
en el límite de la emoción, dejó de hablar por un instante. Y luego dijo: «Y yo, oh
mi Señor, escondida todo el tiempo, veía a Balkis, protegida de los ojos
profanadores de los hombres por la gran cortina, presente y a la vez invisible. Y
así podía impartir justicia, recibir quejas y peticiones, nombrar y destituir, y
seguir siendo la descendiente de tantos dominadores y reyes antiguos. Y así se
me apareció, oh mi Señor, esta blanca hija de la mañana. Y ésta es la imagen
que, para ti, he traído en mi pecho. Pues bien, yo estaba tan absorta mirándola
que perdí la noción del tiempo, y éste es, oh mi Señor, el motivo del retraso de
mi llegada a tus manos. Y ahora mi alegría es una alegría muy grande. Y pongo
sobre mis labios el sello del silencio». Y cuando hubo hablado de este modo, la
Abubilla, discreta, se calló.